viernes, 26 de junio de 2009

Hecha pebre.

Tomé un tren a San Rosendo en la mañana de hoy, cerca de las 9.38. Subí al tercer vagón y me senté a lado izquierdo, ventana. Después de Hualqui, subieron algunas personas con canastos, la mayoría con olor a humo y humedad. El Biobío se veía turbio por las lluvias y, a pesar de que el día comenzó soleado, la escarcha persistía en el pasto, es que era muy temprano aún y el sol está tan lejos del planeta a esta altura del año. Abrí el diario y vi una foto del escote y pezón de J Lo, y otras de tenistas famosas en bikinis no tan famosos. Como eso no me calienta, rompí el diario y lo dispuse en trozos dentro de mis zapatillas, recurriendo a los secretos de mamá para controlar el ingreso de esos 2º C de sensación térmica. Observo por la ventana los campos sembrados, inundados, verdes, con barro, con vacas, con casas, con plastas. Apago el discman y le saco las pilas, se las pongo a la cámara y tomo fotos tupido y parejo hasta que llegamos a la última estación ferroviaria. Hoy no necesito audífonos, hoy no necesito evasiones. Bajo y me reciben un par de viejos sentados en una banca café. Caminé por la plaza y luego direccioné mis intensiones hacia el puente ferroviario de madera y fierro, al lado de ése museo de trenes vencidos, cansados, atrasados. Me senté en el borde del puente, suspendida por encima del Rio Laja, y vi como cada uno de mis sentimientos comenzaron a suicidarse, uno tras otro, turnándose la muerte. La esperanza, en silencio, fue la primera en arrojarse, no me sorprendió porque ella siempre se va de esa forma, ni se despide. Después de ver esto, mis miedos corrieron desenfrenados, gritando, llorando, golpeándose unos a otros hasta que cayeron estúpidamente por entre las aberturas del puente. A ellos, les siguieron mis valores, mis reflejos, el amor y una que otra pestaña. La seguridad me miró directo a los ojos antes que la corriente se la llevase hacia el oeste y la última línea de fe que me quedaba, se rió fuerte hasta que el agua la cubrió por completo, ahogándola. (Algo sabe ella, algo ignora ella). El sarcasmo se tiró de guata, la misantropía ni me miró, la importancia le dio color y la pena la dudó caleta. Mi infancia me dijo “perdón por lo poco” y la juventud se fue triste, mirando siempre hacia atrás. El colon se lanzó rápido, con vergüenza, evitándome. La cordura se tiró al mismo tiempo que la nacionalidad, siendo mi nombre el último en eliminarse (siendo el que menos me importó). Todo lo que tenía, todo en lo que creía se suicidó ese día tipo 11 de la mañana.
Regresé a concepción más liviana, flotando, rosando el suelo, no tenía dinero ni nada, valía menos que cero, era la nada, después de haber sido tantas otras cosas buenas. Al verme así, el vacío se compadeció, me tomó la mano y me llenó.
(De haberlo sabido antes, de haberlo imaginado antes). En la esquina de Prat con Freire, frente al Líder, me asaltó la vida. Como no llevaba nada de valor, se quedó con el vacío. No lloré, no pude hacerlo.
Me fui a la casa. Tomé los lápices de colores, me dibujé ropa, me dibujé comida y me dibujé el ceño fruncido, las comisuras de mis labios hacia abajo, los ojos como sonriendo y un corazón en el pecho. Es que lo quería todo, lo quería todo.

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